[Texto publicado originalmente en La Marea]
La ciudad calla mientras las redes gritan. Nadie puede pensar y todos opinan. Pero ninguno escucha: ni sus propios pensamientos, que sueltan sin control pese al confinamiento, ni los de los demás, a los que consideran necios… al menos, de partida. ¿Quién va a saber más que ellos mismos? Se repiten, se contradicen, se enredan y discuten. Sin que eso signifique articular un consenso que sirva para algo o para alguien. Solo implica un desahogo infantil enmarcado en una confrontación permanente.
Entre todos estos ruidosos están los posibilistas, los derrotados y los destructores, ocupando el espectro ideológico de un lado al otro del arco. Los primeros agotan por su análisis excesivamente esperanzador y positivo sobre las supuestas bondades extraídas de un trauma colectivo. Los segundos agotan por su reflexión racional y profundamente pesimista sobre las implicaciones del presente en el futuro próximo. Los terceros… apelan a la violencia porque solo conciben una sociedad basada en el sometimiento del otro.
Todos ellos son absolutos. Casi sin matices y cargados de razones aplastantes de una u otra posición. Debaten entre ellos y contra ellos. Se corrigen, se desprecian, se insultan y llenan el espacio público. Opinan. Opinan. Opinan… Y sólo generan ruido. Un ruido permanente que crispa y ensordece. Hasta los que consideramos nuestros amigos contribuyen con su altavoz a la réplica de los demás. No hay ni siquiera una pausa… para NO pensar. No existe un paréntesis entre el caos que nos deje respirar, sentirnos, alejarnos y dejarnos.
Ninguno de los ruidosos puede admitir el shock propio… ¡como para considerar el ajeno! Todos afirman preocuparse por las consecuencias de esta crisis, pero sin ocuparse ahora de ellos ni de los que tienen a su alrededor, sea física o virtualmente. Ninguno duda. Ninguno se cuestiona. Porque, ¿qué les pasaría sin asumieran que no saben qué pensar?
Tan imposible resulta admitir que esta situación nos supera individual y colectivamente que creemos que el ruido constante nos salva de nuestro propio terror al abismo de lo incierto. Y aun así, pese al ruido o precisamente por él, necesitamos espacios de silencio que nos permitan parar, nos calmen y nos ayuden a pensar… pasado mañana.